Amada y perdida, de Susie Boyt (Muñeca Infinita) Traducción de Magdalena Palmer | por Gema Monlleó
“e hice un lápiz rústico,
y teñí las aguas claras,
y escribí en ellas mis felices canciones
con las que todo niño pueda disfrutar al oírlas”
Tocando la flauta por valles agrestes, William Blake
¿Es posible escribir un libro sobre la maternidad que no se sostenga sobre la mayoría de tópicos que nutren la literatura contemporánea sobre este tema en los últimos años? Amada y perdida, la primera novela de la británica Susie Boyt (1969) traducida al castellano, demuestra que sí. Y lo demuestra por partida doble, quizás triple.
Porque en Amada y perdida hay dos maternidades y una coda: la de Ruth, maestra y madre soltera, con su hija Eleanor, drogadicta; y la de Eleanor con su hija Lily que, dada su incapacidad para cuidarla, vive con Ruth, su abuela (aquí la coda). El libro se centra en el día a día de Ruth y Lily, en el amor maternal que la abuela puede, ahora sí, ofrecer, a diferencia de lo ocurrido con Eleanor quien, desde bien pequeña, rechazaba el amor de su madre (“no puedo soportar que ella no quiera ser mi hija”).
A veces al desamor se le añade la carga extra de la vergüenza. Y es con vergüenza como Ruth ha vivido siempre ese desapego de su hija, sus arremetidas de aversión preadolescente, las sentencias como “no puedo respirar cuando estoy a tu lado” primero, y su caída en las adicciones después. Ruth, desde el dolor y la comprensión autoimpuesta, busca el lugar desde el cual seguir presente en la vida de Eleanor, aunque ello implique celebrar la Navidad en un banco de un parque o asistir a sucesivas escenografías del abandono, y es la constancia de su presencia la que será espita de posibilidad para terminar cuidando de Lily, la bebé de Eleanor y Ben, la niña que encontrará en Ruth no sólo un hogar sino también una expectativa de un futuro alejado de la sordidez (“flotaba en el aire la idea de que tener a Lily compensaba de varias formas la pérdida de Eleanor”).
Boyt narra la historia presente de Ruth y Lily intercalando un flashback tras otro en los que contrapone la vida familiar actual con episodios del pasado, así conocemos cada uno de los pasos vacilantes de Ruth respecto a su hija, su voluntad férrea por no desaparecer de su vida, la asunción consciente de que la única forma de estar presente pasa por contener las propias emociones (“odiaba que mis sentimientos tuvieran que hacer todo lo posible por no llamar la atención cuando estaba con ella”) y el aprendizaje de una falsa liviandad desde la que el acercamiento no sea visto como una imposición (“es difícil saber qué dar a alguien que sólo quería lo que la mutilaba”). Por su parte, Lily crece abrigada por el amor de su madre-abuela, con una añoranza no incapacitante de su madre-madre y feliz en las intermitencias en que esta aparece (“Lily podía pensar en sus padres como en unos parientes alocados, excéntricos, como la gente de circo o los astronautas, con el corazón en su sitio pero la cabeza en las nubes”).
En Amada y perdida las mujeres protagonistas pertenecen a una estirpe de abandonadas por el padre (“nuestra ausencia de padre era una enfermedad hereditaria”): Ruth, Eleanor (incluida la sorpresa lectora de quién es su padre) y Lily (el pobre Ben, tan adicto como Eleanor, tan incapaz como ella), la cual cosa provoca que los vínculos que las protagonistas establecen con su entorno vayan más allá de la filiación estricta, y que la familia escogida, la tribu que conforma el núcleo del hogar especialmente para Ruth y Lily, se amplíe gracias a la amistad. ¡Qué personaje secundario tan hermoso es Jean, compañera de Ruth! (atención, casi-espóiler: también cuando ¿se enamora?).
La novela refleja también los modos en que pueden contarse las propias historias (verdaderas o no) y el quehacer subjetivo para sobrellevar no sólo el presente sino también, por más que duela, el pasado (“no hay mentiras que hieran tan profundamente como las que nos contamos a nosotros mismos”). Que la voz de Ruth cuando se habla a sí misma esté cargada de ironía y lucidez, desechando la autocomplacencia y el victimismo, es un acierto más del tono de Boyt, que favorece una ilimitada corriente de empatía su personaje.
Narración costumbrista, en la que los detalles del modo de vida (de las recetas al modo de vestir o las celebraciones) ilustran el coming-of-age de Lily, que pasará de ser la bebé cuidada a la responsable de los cuidados familiares. Reminiscencias de Cynan Jones, Claire Keegan, Maylis de Kerangal e incluso de Kay Boyle en una prosa marcada por la contención que, como en la de los autores mencionados, dibuja filigranas para no transmitir en ningún momento frialdad.
Aceptación y segundas oportunidades. Intimidad y aversión. Destrucción y bellezas brumosas (“casi el desprecio de una santa enfadada”). Cobardía y vitalidad. Salud mental y desamor. Desesperación y consuelo. Obstinación (“me di cuenta de que había pasado gran parte de mi vida manteniendo vivas a otras personas”) y tolerancia. Autodestrucción y embeleso. Pertenencia y cautela. Resiliencia (“es lo que la gente te pide cuando no tiene intención de tratarte bien”) y laceración. Sordidez y esperanza. Tristeza y fogonazos de felicidad. Transgresión y afectos (“su fe en nosotras era conmovedora y absoluta”). Fantasmagoría y arrebatos. Impavidez y valor. Agradecimiento y compasión. Todo ello aparece y reaparece en Amada y perdida desde filtros disímiles pero a la vez levemente distintos, como las pinceladas de un abanico de tonalidades que, por acumulación, componen los autorretratos del padre de Boyt: Lucien Freud.
“Abandona a tus hijos y estarán obsesionados contigo toda la vida -leí una vez-, pero ¿qué pasa cuando son ellos los que te abandonan a ti?”